5 de febrero de 2014

Dawn.

Todo comenzó hace dos años. Era invierno. Los copos de nieve desfilaban a mi alrededor, suaves, dulces, bailarines de acrobacias que morían al tocar el suelo. Yo deseaba fundirme con el bosque, con esa inmensidad que me llamaba, que me atraía con una intensidad angustiosa. Mi corazón latia cada segundo por escapar entre los árboles, y perderme entre la espesura, sin mirar atrás.
Toda yo, todo mi mundo, estaba roto. ¿De que me servía seguir allí? Las noches en vela preocupándome por el estado de mis padres, que se habían vuelto alcohólicos y prepotentes desde la muerte de mi hermana, y las tensiones en el instituto por mi falta de amistades, hacían que mi corazón, que mi propia vida se reduciera a añicos.
No era nada. Mi vida se basaba en esperar sentada durante horas al lado de la ventana a que volvieran mis padres; mi vida era la soledad, la angustia, el silencio que me carcomía y consumía lentamente.
Al final, escapé. Aquel día que fuimos al parque de Virginia, donde aún quedaban resquicios de esa naturaleza salvaje que antes invadía todo Estados Unidos.
El bosque me llamaba. Era un sentimiento extraño, profundo, insoportable. Me hacía agarrarme al asiento con los nudillos blancos mientras los copos de nieve arañaban el cristal del coche. Me hacía desear saltar de la ventana y correr sin fin, perderme.
Mis padres salieron del coche después de aparcar. Recuerdo aún sus caras: mi madre, con los ojos azules entrecerrados, la cara tensa, y su pelo castaño danzando a su alrededor; mi padre, con una sonrisa en los labios y sus ojos castaños chispeantes, ardientes. Ambos salieron como si el hecho de ir juntos cambiara los acontecimientos de los anteriores meses. Pero yo no había olvidado nada de eso. Dudo que algún día pueda olvidarlo.
Yo salí del coche lentamente, relajada, observándolo todo con mis ojos caramelo, sintiendo la presencia de todos los animales de los alrededores.
Sentía que querían que me fundiera con lo salvaje.
Comenzamos a caminar por un camino de travesía. El terreno era llano, vacío en comparación con el vasto bosque que se extendía más allá.
-Verás, Dawn -dijo mi padre agarrándome del hombro-. Tu madre y yo hemos llegado a la conclusión de que aquí no eres feliz.
No contesté. La nieve fue cubriendo mi pelo poco a poco, y me acariciaba las mejillas. Me gustaba esa sensación. Parecía que el invierno me daba su apoyo, me susurraba palabras que sólo yo entendía.
-Hemos decidido llevarte a un internado, para que no tengas que preocuparte más por nosotros -dijo mi madre con una sonrisa de disculpa.
Internado. Normas. Menos libertad de la que tenía en esos momentos. El corazón me latía a mil por hora, me suplicaba que huyese, que rompiera estas cadenas y dejara todo eso atrás.
-No -contesté. Mi voz se ahogó con una brisa de viento-. No podéis hacerlo.
Mi padre me fue empujando lentamente. La nieve crujía bajo mis pies; el sonido lo percibía lejano, difuso, como si estuviera allí pero al mismo tiempo yo estuviera lejos.
Un hombre se acercaba en nuestra dirección. Vestía completamente de negro, a excepción de un sombrero gris que le tapaba gran parte de la faz. Se paró delante de mí y susurró mi nombre.
-Dawn, tienes que venir conmigo.
Me giré y vi que mis padres habían retrocedido varios pasos.
Entonces, me di cuenta de que no iba a ir a un internado.
En ese momento, el hombre de la gabardina me cogió de los brazos y me arrastró bosque adentro. Quise chillar, quise rebelarme, pero sabía que no serviría para nada. Los únicos que podrían oírme eran mis padres, y éstos me habían vendido. Lo sabía. Sus ojos me lo decían.

Poco rato después el bosque se había vuelto muy espeso. Apenas se filtraban los rayos de sol.
Me intenté soltar, pero ahora las manos me aferraban con fuerza. Tanta que chillé de dolor.
El hombre de la gabardina me tiró al suelo, y caí sobre la nieve blanda. El frío me cosquilleó la piel y en ese momento no me pareció tan inofensiva.
Me di la vuelta, y me encontré cara a cara con un lobo. Tenía los ojos completamente grises.
Olfateó el aire, y debió de captar algo, porque gruñó, y saltó hacia mí.
Otros dos lobos que no había visto antes le secundaron, y en un momento me vi rodeada por los lobos. Sus dientes desgarraban mi ropa y mi piel, sus alientos me susurraban palabras de muerte, sus ojos me trasmitían el deseo de la caza.
Pude luchar, pero no lo hice. Ya nada tenía sentido; luchar habría significado morir de otro modo. Sabía que no me quedaba nada.
Uno de los lobos me miró fijamente. Era un lobo adulto, de color gris oscuro y ojos marrones. En sus ojos no había ansia, ni muerte.
En sus ojos me vi a mi misma.
El lobo gruñó a los demás, y los separó de mí. Me miró fijamente, y después, se tumbó a mi lado, apoyando su cabeza en mi pecho.
Pensé que ese día iba a morir. Pensé que mi luz se apagaría. Pero no.
Ese día, volví a nacer de nuevo.
Ese día, los lobos esperaron, tumbados en una nieve teñida de sangre.
Ese día, yo desperté como una loba.

Y el frío volvió a parecerme inofensivo de nuevo.

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